El concepto de sentirse orgulloso de un accidente geográfico siempre me ha eludido. No siento que celebrar mi lugar de nacimiento me dé identidad o me haga más o menos persona. Tampoco siento afinidad por ver un pedazo de tela pintada en un mástil y no lo identifico como parte de mí.
Sé que este es un sentimiento poco popular y que puede percibirse como algo hostil, pero a decir verdad, yo soy el que siente que las fronteras y el patriotismo son algo hostil, pues creo que su único propósito es segregar grupos y enfatizar las deficiencias de otras naciones. Siento que el nacionalismo nace de la necesidad de las personas de encubrir su carencia de cualidades individuales por lo que adoptan las virtudes de su nación como propias. Esto lleva a ciertas personas a buscar su identidad fuera de sí y a identificarse con la personalidad colectiva.
“El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad” - Albert Einstein.
Las celebraciones de identidad nacional parecen primitivas, absurdas y en algunos casos peligrosas, pues el nacionalismo puede transformarse muy rápidamente en un “nosotros estamos bien y ellos están mal” que usualmente termina en conflicto y en guerra basada en “hay que acabar con ellos”. Podría decirse que el nacionalismo es una mentalidad de pandillas llevada a escala global, en la que la búsqueda de identidad individual no hace más que separar a la misma especie en diferentes bloques según ideología, color o costumbres y celebrar esa forma de pensar me parece estúpido.
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